Respeto y Plenitud
Hace ya algunos años, colaboré por un tiempo con la Fundación riojana Anacaona en una aldea muy pobre de otro país. Se trataba de un batey de población haitiana, con una estructura socio-económica y unas costumbres diferentes a las nuestras.
Mi labor por las mañanas era dar clase -léase organizar juegos, enseñar canciones y montar grandes súperproducciones teatrales como Blancanieves o Los tres cerditos- a unos cincuenta niños de entre tres y doce años. Por las tardes, visitaba el pueblo y acompañaba en labores de "asistente" a pasar consulta en otras aldeas a Nati, la médico del dispensario, otra voluntaria española, generosa y buena amiga.

Yo estaba en contacto todos los días con los niños y también con sus padres y otros adultos. El mayor aprendizaje de esa experiencia fue tomar conciencia de lo parecidas que somos las personas, por diferente que sea nuestra cultura o condición.
Todos los niños quieren jugar, sea con una varilla de metal oxidado o una caja vieja de cartón, sea con una vídeo-consola de última generación. Todos los adultos buscan incesantemente la manera de ganarse la vida, sea dejándose las manos en la tierra o ejerciendo la prostitución, sea sacando una plaza de funcionario.
Somos muy parecidos. Aunque sea por diferentes caminos, todos perseguimos lo mismo: sentirnos satisfechos y reconocidos. El corazón humano siempre está buscando amor, afirmaba Virginia Satir.

Vivimos en un mundo cada vez más individualista. También en eso nos parecemos. Nos importamos nosotros mismos y el reducido círculo de personas que conforman nuestro minúsculo mundo.
Desde la psicología sistémica se hace difícil que un ser humano por sí mismo alcance la felicidad o un estatus similar de plenitud, sin sentirse reconciliado con los demás. No tenemos tanta autonomía y nuestra realización no solo depende del sí mismo -del crecimiento o evolución que cada persona pueda llevar a cabo en sus circunstancias-, sino de otros contextos más amplios a los que también pertenecemos.

¿Te imaginas sintiéndote feliz sabiendo que una persona a la que quieres sufre? ¿Podrías serlo? Siempre hay alguien que sufre y siempre hay alguien que comparte su dolor, porque lo ama. Formamos parte del mundo y compartimos su destino. Estamos interconectados y abstraerse del dolor de los demás es un engaño de todo punto imposible. La vida se encarga de que ese dolor ajeno nos alcance, tarde o temprano.
No basta con la individualidad. O nos salvamos todos, como Humanidad, o no se salvará nadie. Pero nuestra mirada hacia el otro está supeditada a nuestros intereses y a nuestros esquemas mentales. Nos juzgamos muy duramente. ¡Qué difícil es dejar de juzgar!
Hemos de aprender a mirarnos. Y hemos de aprender a mirarnos con respeto, salvando nuestras aparentes diferencias, reconociendo nuestro dolor.
Y aún existe al menos, otro nivel por encima del individuo y del colectivo humano que condiciona la plenitud: algo superior al mundo, algo más grande que nosotros en cuyas manos estamos.

Según dice Marco Aurelio en sus Meditaciones, o bien todo obedece a un orden superior que escapa a nuestra comprensión y en ese caso, debemos tratar de alinearnos con él; o bien, todo se mueve en un desorden aleatorio y sin sentido, en cuyo caso podemos tratar de aceptarlo con dignidad y humildad.
Qué frágiles somos frente a ese algo más grande que sostiene la vida: nos aúpa en el entusiasmo o nos hunde en el desánimo, nos muestra a cada paso nuestro reducido margen de maniobra, nuestra pequeñez.
Explica Bert Hellinger en su obra Mística cotidiana, que ese algo más grande nos mira a todos por igual, nos eleva por igual en la vida por un breve tiempo y después nos deja caer, por igual, en la muerte. Bajo la mirada de ese algo más grande, solo cabe mirarse a uno mismo y a los demás con respeto, humildad y compasión.
Sintiendo y asintiendo a esa mirada en la que todo y todos son respetados por igual, recogidos de vuelta en una nueva individualidad, es posible intuir esa plenitud, aunque solo sea durante el fugaz instante en que permanece.
